Coronavirus sin hogar
Me despierto con calor y sudada. Estamos en julio y vivo entre cartones. Esta noche nadie me ha molestado. Tras esta verja de un descampado pegado a la Estación de Chamartín no se me ve. Para cubrirme aquí he montado algo así como un chiringuito con cartones y telas. Entro por una valla en la que rompí el cerrojo y al que puse mi propio candado. Me da seguridad.
Me iré a bañar a un Centro de Día. Una vez limpia, desayunaré. Ay, la mascarilla, que ahora es obligatoria. Cojo la de ayer y anteayer y el día anterior. Está en la mochila, un tanto “tocadita” pero con ella no me dicen nada y tengo que cruzarme Madrid. Las medidas higiénicas impuestas dicen que antes de cualquier cosa he de lavarme las manos pero claro, no tengo agua. Fuera hay una fuente que los taxistas utilizan no sé todavía muy bien para qué. Me refrescaré en ella.
El otro día una señora me dijo si estaba contenta con lo del Ingreso Mínimo Vital. Ojalá. Me falta requisitos. No puedo solicitarlo porque en el banco me piden una serie de cosas que me resultan tan ajenos como unas sábanas limpias. Quieren, y no tengo casa, que mande no sé qué historias por ordenador. Sé usarlos, pero no tengo toda la documentación. La más loca es tener una cuenta corriente. A ver, señores, señoras, voy aseada, me cuido, pero todavía no sé qué sucursal bancaria querría abrirme sus puertas. Y dos, si fuera así, si no hubiese prejuicios antes alguien pobre, alguien sin hogar, ¿qué banco querrá abrirme, una vez dentro, una cuenta corriente? No tengo casa ni trabajo. Sólo tengo una cosa: mi perro y otros amigos como yo. Y ni a Muka, mi mascota, ni a mi panda nos suelen recibir bien. Qué bien que no tuve hijos.
Llego a Plaza de Castilla con hambre. Tengo un abono de metro que me han facilitado en Servicios Sociales. Esto está lleno, pero limpio y se agradece el aire acondicionado. Llego a mi estación y en el Centro de Día descargo mi ropa para lavar, me ducho y como. Me saludan con respeto y dignidad. Además de comida hay servicios para mí. Hay ordenadores, hay actividades: hubo un concierto hace unos días, talleres varios, bolsas de empleo y lo que cada día crece es el número de gente: hombres, mujeres (que cada vez somos más) de todas las edades y colores. De esto último, cada vez más jóvenes y también cada vez más migrantes. Algo se debe estar haciendo mal.
En mi caso, el coronavirus se traduce en que somos más los sintecho, somos más las personas sin luz y sin posibilidad de comer algo caliente. Está bien ese Ingreso, si fuese factible para quienes ya no tenemos nada. Están bien los planes de empleo, pero la pandemia está esquilmando el trabajo de todos, y para nosotros siempre ha sido más difícil: no tenemos colchón. Aquí están preocupados también por la violencia contra las mujeres. Dicen que son mayores. Me preguntan por ello, pero no es mi caso. Son las 10 de la mañana. Queda todo el día. Y se hace largo. Queda lo más fuerte del verano. Queda el otoño… Y ¿mientras? ¿Lloverá, se sostendrá mi casa? ¿Seguiré segura? ¿Me abrirán la puerta del banco?
Este testimonio se ha hecho a partir de observar a una mujer sin hogar de unos 50 años que acude a varios Centros de Día. No damos su nombre.