Luchar contra el patriarcado
Una carta para luchar contra el patriarcado
Hola Ester, te escribo esta carta para dejar a un lado los términos técnicos y poder centrarme en algo relacionado con esas experiencias que hemos vivido juntas.
Comenzaré preguntándote si has caído en el hecho de que en cuanto nacemos, a las niñas, nos pasa algo que a los niños no. Hay una necesidad por parte de mucha gente de tener que marcarnos, diferenciarnos de ellos, pero eso se hace a través de una práctica dolorosa: ponernos pendientes. Es algo que está plenamente integrado, los míos los compró mi abuela muy ilusionada, los llevó al hospital, allí mismo me los colocaron. Llegamos a casa y por supuesto la mayoría de la ropita que tenía era de colores claritos y rosa.
La cosa seguía avanzando. Pertenecemos a los años 90, pero estarás de acuerdo conmigo en que cuando tenías que escribir la carta a los Reyes Magos, te estudiabas mucho el enorme catálogo que te daban. Sabías, aunque nadie te lo hubiera explicado, que las páginas rosas, llenas de niñas jugando, eran las tuyas. Podías encontrar Nenucos, Barbies, cocinitas, el set de maquillaje y alguna que otra manualidad (normalmente relacionada con hacer pulseras o peinados). Así que nos juntamos con una gran colección de todas esas cosas, que además sacabas al parque para jugar con el resto de tus compañeras. El problema llegó cuando Paula, que tenía dos hermanos mayores, vino con lo que nos pareció un juguete horrible: un monstruo colosal que disparaba flechas. Y como buenas niñas de nuestra época, nos reímos, le dijimos que eso “no era de chicas”, por mucho que a ella le gustara, y que se fuera. Paula se fue llorando y a nosotras nos dio igual.

Enseguida nos creamos un grupo nuevo. Nosotras no éramos “ni listas, ni tontas, ni guapas, ni feas, ni gordas, ni delgadas”. No éramos “las pringadas”, ni tampoco “las guays”, pero estábamos a gusto. Me acuerdo que a ti siempre te gusto el baloncesto, jugabas con tu hermana en el equipo del barrio y en los recreos o después de clase. Pero un día quedamos para ir al cine y a ti no te dio tiempo a cambiarte. Ese día era de los primeros que venían chicos a una quedada y uno de ellos, creo que Roberto, te dijo que parecías un “machorro”. De hecho no te lo dijo a ti, lo dijo en alto a todo el mundo y enseguida el resto de sus amigos se rieron. Al poco tiempo dejaste de jugar, dijiste que era porque no tenías tiempo para estudiar, pero yo sé que aquel comentario te dolió mucho, ya que Roberto te hacia tilín.
La cosa fue avanzando y nuestros cuerpos también. Yo engordé, y pase a ser la amiga de las chicas que tenían novio. Me llevaba bien con todos, nadie se metía conmigo (que al parecer eso ya es una suerte), pero jamás era candidata para que alguien pudiera considerarme su pareja. Era la amiga simpática y gordita que de vez en cuando le tocaba sujetar alguna vela.
Tu cuerpo también cambió. Tenías mucho pecho y una 36 de pantalón, cosas muy bien valoradas en esta y en esa época. Así que pasaron dos cosas en paralelo. Por un lado, los chicos se empezaron a fijar en ti (o me preguntaban a mí si tú estabas interesada). De esa forma, te lanzaste a tu primera relación con nada menos que con Jaime. Acuérdate que no se podía ser más guay que él. Era guapísimo, era listo pero no era empollón y, sobre todo, nos molaba a todas porque tenía ese aire de pasota. Te pidió salir y la cosa salió bien, al menos durante los primeros 15 días. La otra cosa que pasó fue lo relacionado con Claudia, la otra persona más guay de todo el instituto. Empezó a meterse contigo (al parecer también le gustaba Jaime y tú “se lo habías quitado”). Jaime sucumbió a la presión social y te dejó. Bueno, entendimos que la cosa había terminado porque estuvo sin hablarte durante diez días, ni en persona ni por mensaje. Al poco tiempo se hizo novio de Claudia, se morreaban mucho delante de ti, como si fuera poco lo que te había pasado ya.
Un día cuando llegamos al instituto se montó un revuelo en clase de Educación Física. Al parecer los chicos habían creado una lista de “Las buenorras de 1º”. Sí amiga, se habían dedicado a analizar físicamente a todas las mujeres que cursaban con ellos, tenían una nota para el culo, para la cara, para las tetas, para la delgadez y ¡ojo! una más que puntuaba lo “guarra” que eras. No solo tenías que ser atractiva según sus cánones, sino que además debías moverte en una línea muy fina para no ser ni demasiado puritana (las que nunca se habían besado con nadie o no llevaban escote), ni ser una zorra (lo que se entendía como haberse liado con más de dos chicos, haber dejado a alguien de los guays o simplemente sentirte a gusto con tu cuerpo y con tu sexualidad). Yo obviamente no aparecía, pero tú sí, con un larga descripción de los guarra, zorra y puta que eras según el testimonio en primera persona de Jaime. Me acuerdo que estuviste sin venir a clase tres días hasta que decidimos contárselo a tu madre y ella, hablarlo con el centro. ¿Y qué crees que les paso a todos esos chicos? Nada, absolutamente nada, aun sabiendo que habían causado daño, les dio igual. No tuvieron ninguna consecuencia porque según el director: “Eran cosas de chavales y tú eras demasiado sensible”.
Terminamos por fin esa etapa. Pensamos que en la Universidad todo sería diferente, que ya éramos adultas e independientes, que los chicos no serían tan cabrones y nosotras siempre nos apoyaríamos.

Se nos ha juzgado por nuestro cuerpo, hemos tenido una doble vara de medir respecto a nuestra sexualidad y se nos ha enseñado a odiar a otras mujeres. Sin olvidar la obligación máxima de encontrar a un buen chico que nos quiera, nos cuide y nos mime, aunque para ello haya que renunciar a todo lo demás. Mientras que a ellos, los futuros hombres adultos, se les inculcaban otros mandatos: ser fuertes, no llorar, tratar a las mujeres con poco respeto “no se vayan a enamorar y quieran casarse”, tener muchas parejas y ganar dinero. Y así llegas a los 18 si nada lo remediaba.
Esto, amiga, es la socialización diferenciada, nos enseñan a ser chicos y a ser chicas de manera diferente, a valorar y priorizar cosas distintas. Además se hace de una manera muy sutil y progresiva ya que nadie es plenamente consciente. Ser diferentes no estaría tan mal, si no fuera porque además somos desiguales; ya que a nosotras se nos educa para cuidar y querer y para sentir culpa si algo no va bien. Mientras que ellos tienen que ser independientes y no mostrar atisbo de debilidad. Y con esto nos enfrentamos a las relaciones adultas donde encontramos a mujeres cansadas, agotadas de la doble jornada laboral, de la falta de implicación emocional de sus parejas, de maternidades obligadas e impuestas. Y a hombres con enormes carencias emocionales que se aprovechan de los privilegios que este sistema les ha dado.
Con todo ello no quiero que te asustes, sino que luches conmigo para erradicar todo esto. El primer paso es darse cuenta, lo que comúnmente se llama “ponerse la gafas violetas”. Para continuar por no replicar estos patrones que tanto daño nos han hecho a nosotras y siguen haciendo a las nuevas generaciones.
Termino con una frase célebre de Mary Wollstonecraft: “Yo no deseo que las mujeres tengan poder sobre los hombres, sino sobre ellas mismas” y me despido. Ya sabes dónde encontrarme.
Aira Ojalvo
Esta es la carta que escribí a mi amiga Ester un día que me preguntó sobre la socialización diferenciada, un término que había oído y no terminaba de entender. Decidí tomarme un tiempo para pensar la mejor forma de poder contárselo, sin tecnicismos y muy centrado en lo que fuimos nosotras. Hoy lo comparto aquí, sabiendo que algunas de las lectoras podrán identificarse con situaciones parecidas y con la esperanza de seguir avanzando como personas y sociedad.
.