No tener casa mata, más que el virus
Un informe de hace apenas unos días de Oxfam Intermón denominado «Después será demasiado tarde» asevera que España superará en breve los diez millones de personas en situación de pobreza. A los nueve millones de personas que teníamos con problemas severos para hacer una vida digna se sumarán un millón más de personas, ¡un millón de personas más en situación de exclusión social! Las cifras apabullan, pero son frías. Acercarse a la realidad, ver las caras de esas personas a las que estamos dejando sin futuro, es aterrador. En los días cercanos al 22 de octubre, la jornada nacional en que buscamos subrayar la situación de las personas más excluidas, las que no tienen casa, me indigesto al volver a escucharles.
Golpea saber y escuchar a Sebastián, un joven español de 28 años. Es transexual y desde hace cuatro meses reside en el centro residencial San Martín de Porres. Durante el confinamiento estuvo viviendo con su padre pero hace poco abandonó la casa por conflicto familiar. Tampoco tiene hogar Alexandra Gutiérrez, de 30 años, solicitante de asilo en España. Es colombiana y licenciada en Química farmacéutica. Se cobija en un piso tutelado. Más joven todavía es Ahmed: tiene sólo 18 años. Huyó de la pobreza de su país natal, Marruecos. Estuvo dos años en centros de menores y al cumplir la mayoría de edad se quedó con la calle para correr. Tampoco puede cumplir el toque de queda Roberto, de 56, español. Y no puede porque está en situación de calle. Perdió su casa por primera vez en 1996 al abandonar el domicilio familiar por problemas de consumo. Se recuperó, se separó y acabó en prisión por un delito de tráfico de drogas. Al salir libre, de nuevo sin nada, se tuvo que refugiar en un albergue. Ana González, española, tiene 60 años y perdió su techo, la casa en la que cuidaba como interna a una persona mayor, cuando se quedó sin empleo. Se vio obligada a dormir con su perro en la estación de autobuses de Madrid. Iba con su maleta y nadie se daba cuenta. Y como las de ellos, tengo grabadas las historias de Jade, de Osmel, de Carlos, de Jorge, de Diego… todas diversas, todas reales y todas ciertas. Según datos de Cáritas, un 13% de las personas que llegan a ellos son menores de 25 años (el mismo porcentaje que de personas mayores de 55 años). Y la cifra de mujeres ya llega al 20% del total.
Relatos que no vemos pero que están, gentes que no cuentan con una vivienda, un derecho humano necesario para preservar la dignidad de las personas, un derecho además que posibilita otros. Porque no tener casa mata, como reitera la campaña de sensibilización de este año. Mata la posibilidad de formarse, de soñar, de tener protegerse ante el virus, mata la salud, mata la alimentación…
Las consecuencias de la pandemia nos ponen ante una nueva situación, la de una sociedad mucho más frágil y vulnerable, especialmente para las personas sin hogar, expuestas de la forma más cruel a un virus que trastoca la economía y hace aún mayor la desigualdad entre unas y otros, profundiza la desigualdad. ¿Hasta cuándo queremos escuchar estas barbaries? ¡Basta! Pongamos los recursos y soluciones, porque las hay y no tenemos tiempo que perder, porque mientras hablamos, ellos y ellas duermen en la calle, si pueden. Es necesario revisar nuestro modelo de valores y buscar, desde el bien común, transformaciones profundas de redistribución. Hace falta generar sistemas de protección más eficaces y propiciar un cambio personal y colectivo donde arraigue la cultura del cuidado como forma de relación.